TEMAS DEL ARTE
Ángeles y
profetas
Construyendo escenas profanas
Breve reflexión
sobre arte, religión y poscrítica
Angels and prophets
Building profane scenes
Brief reflection on art, religion and poscriticism
Diego Pérez Pezoa
Universidad de Chile
E-mail: p.perezpezoa@ug.uchile.cl
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-2327-822X
Fecha de recepción: 30/07/2024
Fecha de aceptación: 16/06/2025
Fecha de publicación: 01/07/2025
DOI: 10.26807/cav.v10i19.600
Pérez Pezoa, D. (2025). Ángeles y profetas: Construyendo escenas profanas. Breve reflexión sobre arte, religión y poscrítica. Index, Revista de Arte Contemporáneo, 10(19), 81-99. https://revistaindex.net/index.php/cav/article/view/600
Resumen
El siguiente texto tiene como finalidad ofrecer una reflexión filosófica y estética sobre la actualidad poscrítica del arte, mediante un análisis preciso entre arte y religión. Se trata de evidenciar los vínculos indisolubles que existen entre creación y salvación como un modo de existencia general del sistema del arte contemporáneo, junto con todos sus componentes, agentes y figuras. De este modo, el sistema general del arte históricamente se reconfigura a partir de sus figuras metafísicas que le atribuyen capacidades de creación, pero a su vez, fundamentos de salvación; la figura del crítico y el curador se transfiguran en agentes de un sistema del arte que busca en el artista, el ángel de la creación, plasmar sus fuerzas metafísicas de exhibición y divulgación. Finalmente, esta reflexión busca visualizar que toda política estética es, casi siempre, creación de una atmósfera de sentido, donde el artista, el espectador y el curador o crítico se entrelazan en un cosmos originario del arte.
Palabras clave: escena, poscrítica, creación, salvación, estética, filosofía.
Abstract
The following text aims to offer a philosophical and aesthetic reflection on the current post-critical nature of art, through a precise analysis between art and religion. It is about highlighting the indissoluble links that exist between creation and salvation as a general mode of existence of the contemporary art system, along with all its components, agents and figures. In this way, the general system of art is historically reconfigured based on its metaphysical figures that attribute to it creative capacities, but, at the same time, foundations of salvation. The figure of the critic and the curator are transfigured into agents of an art system that seeks in the artist, the angel of creation, to capture its metaphysical forces of exhibition and dissemination. Finally, this reflection seeks to visualize that all aesthetic politics is, almost always, the creation of an atmosphere of meaning, where the artist, the viewer and the curator or critic are intertwined in a cosmos originating from art.
Keywords: scene, postcriticism , creation, salvation, aesthetic, philosophy.
Biografía del autor
Diego Pérez Pezoa (Santiago de Chile, 1986). Doctor en Filosofía, Estética y Teoría del Arte por la Universidad de Chile; Magíster en Estudios Culturales por la U-ARCIS; y, Licenciado en Historia por la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Hoy en día es académico e investigador postdoctoral en la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, donde realiza la cátedra de Estética en el Magíster en Teoría e Historia del Arte, y tiene a cargo una investigación (ANID-Fondecyt) sobre las formas de cansancio y los nuevos materialismos afectivos de los individuos. Ha sido investigador invitado por el MACBA de Barcelona y la Universitat de Barcelona, y en el LSA de la Universidad de Michigan. Es autor de diversos artículos y libros sobre estética, filosofía y política, entre los que se destacan: Ocio (Scholé). Ensayo posdramático de la filosofía (2020, A89); Historioplastía. Ensayos sobre filosofía de la historia, plasticidad y cultura contemporánea (2021, A89); El cansancio de la crítica. Ensayos sobre poscrítica I, (Qual Quelle, 2022) y, El imperativo ocioso. Ensayo sobre la desocupación, (Metales Pesados, Santiago, 2024).
¿Qué es construir una escena?, ¿qué implica producir una escena? La etimología de la palabra escena es sorprendentemente versátil (Chantraine, 1968). Skené (σκηνη) es una especie de arquitectura menor o precaria, una construcción ligera que sirve como cobertura ante inclemencias climáticas; igualmente, escena es una palabra que describe una construcción minimalista que sirve para esconder o guardar elementos o cosas y no queden a la mirada pública. El griego moderno σχηνη aún conserva los significados derivados que se refieren a «tienda» y «escena» a la vez, con múltiples asociaciones a componentes estéticos y arquitectónicos (Chantraine, 1968, pp.1015-1016). La investigación teatral, sin embargo, es la que ha permitido conocer la historia de este concepto, conservando una trayectoria etimológica que nos permite aventurarnos en la expansión del término hacia dimensiones filosóficas y estéticas.
Adolphe Appia en su Obra de arte viviente (Appia, 2014), ya concebía la puesta en escena como un elemento que no sólo materializaba los sueños de los poetas y los músicos, sino que, de manera mucho más intensa y temprana, posibilitaba la duración de una obra de arte. La gran diferencia de las artes dramáticas o escénicas con las denominadas bellas artes –la pintura, la escultura– es su innegable característica de movimiento constante que singulariza su práctica y sus resultados, de ahí la necesidad de crear una cobertura temporal, un pedazo de tiempo, que retuviera la obra escénica. Por tanto, la pregunta que realiza Appia a propósito, es la siguiente: ¿cómo hacer arte con elementos que sólo desean salir de la inmovilidad clásica de las bellas artes? Habría algo más que escapa a la pluma del poeta, a las partituras del músico o al texto del dramaturgo. La respuesta de Appia nos lleva rápidamente al comprender lo que es un “escenario”; ya que, mediante un adelantamiento en el tratamiento de las prácticas artísticas escénicas y musicales, el escenario permitiría una dinámica que la tradición de las bellas artes buscó por mucho tiempo: involucrar al espectador en la atmósfera del artista (Appia, 2014, p.119).
Las artes escénicas antes que la exposición de cualquier tema, texto o cuerpo es una exposición atmosférica. Esto quiere decir que la “puesta en escena” es un modo de exposición de una cobertura, un hogar o un lugar de acogidas de las ideas, percepciones o pensamientos de los y las artistas. En tanto, la escena es una especie de inmunología material de una intervención artística cualquiera; protege a las obras para que perduren y no perezcan en el olvido profano. El investigador escénico Pedro Azara nos ofrece una ilustración primitiva del concepto “escena”:
Una skene es una obra efímera que sólo existe y tiene validez mientras se mantiene en un estado de excepción –después de una catástrofe, como una guerra o un cataclismo natural, por ejemplo–. La skene pertenece a un tiempo que está en suspenso –entre períodos de normalidad y estabilidad– cuando las leyes y las costumbres vigentes se suspenden. El orden antiguo ha quedado abolido, toda vez que el nuevo –y habitual– no ha llegado todavía. En el interregno (quizá es mejor utilizar la palabra ‘paréntesis’), manda el mundo de la escena, un acontecimiento que trastoca las costumbres –al igual que el tiempo de la fiesta o una ceremonia, cuando la vida cotidiana queda anulada, alterada y renovada por un día festivo, tan singular, corto y vital como una representación teatral–. Entonces, una skene es una obra excepcional –una excepción a lo que regula la vida diaria–, singular. Tiene el atractivo de lo que es original, situado fuera de las normas habituales. (Azara & Guri, 2000, p.10)
Una escena es una cobertura ontológica, y puede estar diseñada de elementos materiales e inmateriales. Para la actual lógica expositiva de las artes contemporáneas, una ontología de la escena es prácticamente constitutiva. ¿Pueden las prácticas artísticas en la actualidad existir sin una lógica de la exposición? Las artes escénicas formalizaron este cobertizo temporal que salvaguarda las ideas estéticas, pues, en el teatro, la itinerancia y movilidad son rasgos, a su vez, que se han liberado de las primeras escenografías dependientes de establecimientos arquitectónicos mayores. Y el resto de las prácticas artísticas han aprehendido esta manera de exponerse y abandonar los lugares tradicionales de exposición artística. La indigencia e itinerancia exige un modo de alterar el espacio habitado por las normas culturales, diseñando atmósfera de sentido para las obras e ideas estéticas. La mejor manera para esto es construyendo una habitación minimalista que tenga la capacidad de albergar una potencia creativa insostenible por un museo o una galería de arte. El riesgo de todo esto es la alteración temporal de los circuitos culturales cotidianos, y, por tanto, un no-reconocimiento inmediato de la noción de arte específica por el público, por los espectadores y las espectadoras, lo que implica un abandono en la memoria colectiva de la cultura –aunque no significa necesariamente una falta de reconocimiento en los circuitos que movilizan el sistema del arte.
Sea como sea, exponerse por fuera de las lógicas culturales dominante, o bien, salir de los circuitos de reconocimiento que imponen los sistemas de arte predominantes, exige la creación de una escena que proteja y ofrezca sentido a la obra, propiamente tal. Lo más sugerente, en este sentido, es la comprensión de la ‘escena’ como fragmento temporal protector, donde la obra recibe su propio tiempo expropiado por la aceleración de un tiempo real y capitalista. Habría una necesidad de ser protegido por una escena temporal ¿Qué quiere decir esta necesidad por una escena temporal? El investigador escénico Hans-Thies Lehmann, en su famoso y paradigmático texto Teatro posdramático, nos ofrece un indicio de esta necesidad escénica como inmunología espacio-temporal: en el teatro posdramático existe “un tiempo-cuerpo directamente espacializado, cargado de physis, busca una transferencia nerviosa directa, y no informativa, al espectador. El público no observa, sino que se percibe a sí mismo en el interior de un espacio-tiempo” (Lehmann, 2013, p.291). Esta observación es una de las características básicas de la espacialidad de la escena en el teatro posdramático, junto con la heterogeneidad y fragmentariedad del tiempo. Las diferencias entre un interior y un exterior en el espacio escénico posdramático son verdaderamente plásticas; las fronteras se desplazan para asegurar el intercambio de los significados entre la apuesta ficcional y la crudeza de lo real. En ese sentido, la escena es una membrana simbólica –y material, muchas veces– que facilita la consistencia de ese mundo ficticio, volviendo sensible la idea estética o creativa: “en el teatro posdramático, el espacio deviene una parte del mundo ciertamente destacada, pero entendida como algo que permanece en un continuum de lo real” (Lehmann, 2013, p.280). De ahí que las alteraciones, desplazamientos y fragmentaciones del espacio escénico apunten a una política de la instalación, donde lo que se hace es alterar la transferencia social, cultural y política de los individuos para modificar o desviar la materialidad simbólica y estética de los grandes grupos humanos, y así abrir, al mismo tiempo, nuevas atmósferas de hospitalidad.
Boris Groys es quien advierte una política de la instalación en las prácticas de arte actual. Esta política de la instalación no es más que una política de diseño e inmersión en atmósferas de sentido que los artistas conjugan con otras series de elementos y objetos para transferir la programación inicial de sus ideas estéticas hacia un público anónimo. Ahora bien, no sólo es una política que pertenece a la libertad soberana del artista, sino que, también, es una libertad que pertenece al mundo de la curadoría, que tiene la libertad de escoger qué exhibir: “Esto significa que la instalación artística es un espacio en el que la diferencia entre la libertad soberana del artista y la libertad institucional del curador se vuelven inmediatamente visibles” (Groys, 2014, p.55). La zona de conflicto que evidencia el sistema del arte, hoy en día, es aquella que responde a necesidades distintas de sus libertades: para el curador, sus exhibiciones responden a intereses institucionales del arte, o, por defecto, responden al mercado del arte y sus lógicas privatizadoras de la cultura; mientras que para el artista su libertad responde a la imaginación y su intimidad emocional. No obstante, ambas experiencias de libertad poseen dimensiones impotentes; lo que quiere decir, al mismo tiempo, que tanto la libertad del artista como la libertad del curador se necesitan unas a otras para intervenir en la libertad del espectador. Ambas libertades, promovidas por el sistema del arte en la forma de un sistema de egos, desean instalar una escena de atmosferización pública de los deseos.
Lo que no advierten tanto artistas como curadores, es que sus “libertades” privatizan (sacralizan) el espacio público mediante un acto simbólico que recorta los lugares para incubar sus ideas estéticas, creando un nuevo interior/exterior con lo real. Sin embargo, habría que colocarle atención a este recorte espacial –lo que vendría siendo una “escena”– ya que, estas atmosferizaciones proliferan como marcos temporales alternativos a los diseñados por la axiomática capitalista, tratando de visualizar variaciones anónimas de lo real. A pesar de esto –insiste Groys–:
Lo que la instalación le ofrece a la multitud, fluida y móvil, es un aura de aquí y ahora. La instalación es, sobre todo, una versión en clave de cultura de masas de la flânerie individual tal como la describió Benjamin, y, por lo tanto, un lugar para la emergencia del aura, para la ‘iluminación profana’. En general la instalación opera como el reverso de la reproducción. La instalación retira una copia de un espacio no marcado, abierto y de circulación anónima y la coloca –aunque sea temporariamente– en un contexto cerrado, fijo y estable, en el contexto de un topológicamente bien definido “aquí y ahora”. (Groys, 2014, p. 62,)
De este modo, una política de escenificación e instalación de la libertad soberana transforma –o bien, devela– no sólo objetos, imaginaciones o deseos artísticos singulares, sino que, por lo mismo, dicha política vislumbra una fuerza metafísica, e incluso mística, que abre la discusión sobre la creación de escenas profanas hacia intereses donde el arte vuelve introspectivo su conciencia creativa como herencia de poderes sagrados, ritualistas y religiosos. La ambigüedad de libertades (es decir, entre la libertad del arte y la libertad política) supone que una u otra obtuvo su libertad creativa desde fuentes no-humanas. Estas reflexiones pueden sonar disparatadas para los creadores o curadores del arte, producto de la evidente indiferencia que existe entre la significación del arte como expresión estrictamente humana y sus distancias con la creación primitiva, donde las acciones se encontraban ligadas a valores de cultos sagrados. Pero la huella de la creación no puede reducirse a la pura instalación de una ley excepcional del yo-artista, sino que las coberturas que protegen los sentidos humanos, también, son cruciales para la comprensión de la práctica crítica contemporánea, que cuida y protege dichas huellas. Pues, estas coberturas metafísicas se diseñan, y tienen su herencia, en antiguas prácticas teológicas.
Así lo deja entrever Peter Sloterdijk, con un claro énfasis filosófico y estético de demostrar que las religiones tienen su origen en puestas de escenas dramáticas, donde lo divino se construye con tecnologías teatrales ancestrales y líricas subversivas. En el texto Hacer hablar al cielo, Sloterdijk nos ofrece una escena ancestral que sirve como referencia primigenia para comprender la necesidad humana en la construcción de sentido mediante la implementación de arquitecturas simbólico-inmateriales. La diosa Nut es representada por el mundo egipcio como una figura englobante y envolvente; su representación atmosférica y celestial –aunque esta última palabra no es tan precisa para identificar la bóveda de un cielo para el pueblo egipcio–, es dibujada en la forma de una inclinación o abrazo cósmico, desnuda, protegiendo las almas egipcias, especialmente a su compañero Gueb, Dios de la Tierra, siempre recostado y erecto, y ayudada por Shu, el aire, que la mantiene en lo alto, estimulándola y alimentándola –lo que simboliza el destino (el comienzo y el fin; la vulva y el seno) del pueblo.
La diosa Nut representaba, por supuesto, el abrazo y el cuidado maternal de la tierra. Las dicotomías entre lo alto y lo terrenal, asociado a lo femenino y lo masculino, son indiscutibles en la cosmovisión egipcia. Esta cobertura metafísica maternal aspiraba a una totalidad inmaterial como sentido absoluto colectivo, generando un gran interior e imposibilitando imaginar un exterior. La noción de destino en Occidente se incuba en esta representación de lo maternal como gran espacio interior de sentido. Si bien estas representaciones las encontramos en ataúdes, vasijas, reliquias y objetos sagrados egipcios, con un alto valor espiritual, también lo fue para las tempranas culturas occidentales, heredadas de estas aprehensiones hasta la actualidad. La necesidad de crear atmósferas de sentido y protección es un impulso creador maternal e intrauterino que reviste las explicaciones psicoanalíticas sobre la espiritualidad humana. Sloterdijk, en sus introducciones a la esferología espacial, advierte lo siguiente:
De la idea de seno materno irradia la evidencia de que la verdad tiene un aposento secreto, que puede alcanzarse por iniciaciones y acercamientos rituales. Así, hasta el final de la era de sugestión por el útero, cuando en las filosofías etiológicas de los griegos se anunciaba la primera ilustración, se acudirá a las madres para encontrar junto a ellas y en ellas algo que, sin sonrojo, se llamará conocimiento. Lo que le interesa al yo de ese conocimiento es implantarse en el interior más poderoso. Todos los árboles de la sabiduría tienen sus raíces en el interior femenino. En cavernas originarias tienen su principio y su fin los mortales, los nacidos. Un día se pretenderá incluso que el horizonte entero se vuelva cavernoso-inmanente, y el mundo de los fenómenos en su totalidad tendrá entonces que interpretarse como paisaje interior. No en vano culturas de aquella época proto-metafísica –babilonios y egipcios en primer lugar– representaron el mundo sensible encerrado en grandes anillos de agua: donde la madre da qué pensar, todo es interior. (Sloterdijk, 2003, p.253)
No obstante, lo que ocurre posteriormente, tras nuestra venida-al-mundo –señala Sloterdijk– es la clausura de la madre, es decir, dos cosas: primero, la imposibilidad de regresar a nuestro lugar de origen, la imposibilidad de ingresar a través de la vulva, en un viaje de retorno a las fuentes amnióticas de tranquilidad de nuestro ser; y, segundo, un duelo eterno por la pérdida congénita de mi hogar originario, nuestro primer “donde”, que se cosifica en la forma de un saco amniótico desechado por la tradición médica.1 Por otro lado, existe una evidente sensación de desolación cuando la fe se ve afectada por las inclemencias simbólicas de una cultura homogeneizante que desecha mi hogar comunicante y mis herramientas eróticas por tratar de sostenerlo. De este modo, se instala la necesidad metafísica de comenzar a reconstruir –tal como lo recuerda Pascal Quignard– la escena originaria de cada uno o cada una,2 cuya gestación, cuyo gesto y postura nocturna, se pierde en un fondo oscuro.3 Las religiones, en ese punto, se transforman en fuertes instituciones que administran la divagación estética de nuestras almas y la de los pueblos espantadas por el eco cósmico de la noche espacial; de ahí que tengan que crear diversos elementos técnicos y poéticos para masificar e intervenir con una especie de cobijo popular, donde fuerzas divinas hablan a través de las herramientas artísticas de la especie. Sloterdijk observa una antigua técnica teatral griega que permitió a las futuras religiones monoteístas desplegar toda su fuerza estética en la implementación de rituales y símbolos de convencimiento y consumo masificado de dioses. Sloterdijk se refiere al theologeion:
Desde este trasfondo se entiende mejor una invención ingeniosa del arte teatral ático. Los dramaturgos («hacedores de acontecimientos») –todavía ampliamente idénticos a los poetas– habían entendido que los conflictos entre seres humanos que pelean por algo incompatible tienden a llegar a punto muerto. Con medios humanos, de ahí no hay salida alguna. El teatro antiguo entendió tales momentos como pretextos para la introducción de un actor divino. Como un dios no podía entrar por un lado del escenario como un mensajero cualquiera, fue necesario inventar un procedimiento para poder hacerlo entrar en escena desde lo alto. Para ese fin los ingenieros teatrales atenienses construyeron una máquina que posibilitó la aparición de los dioses por arriba. Apo mechanes theos: una grúa giraba por encima del escenario, en cuyo brazo estaba sujeta una plataforma, un púlpito; desde allí hablaba el dios hacia la escena de los seres humanos. El aparato llevaba el nombre de theologeion entre los atenienses […] El theologeion no es una tribuna de orador ni un púlpito de prédica, sino un dispositivo exclusivamente propio del teatro. Representa una «máquina» (en el sentido originario de la palabra) trivial, un efecto especial que ha de cautivar la atención del público de espectadores […] Desde el trasfondo de la teodramática griega puede plantearse la cuestión de si la mayoría de las «religiones» más desarrolladas no poseían un equivalente a la grúa del teatro, es decir, al balcón para los seres superiores. (Sloterdijk, 2022, p.19-22)
De este modo, no es que las religiones hayan utilizado el arte para expandir sus prácticas y rituales, y así asegurar una interpretación de la fe humana (algo que Hegel resaltaba a propósito de la relación que los griegos mantenían entre arte y religión) (Hegel, 1989, p.77; 2005, p.113), sino que, al contrario, el arte ha utilizado la fe humana para desplegar su fuerza estética originaria como hacedora de una especie diferente y como creadora de escenografías ancestrales. Estas interferencias entre arte y religión serán fuertemente disimuladas por la modernidad artística como un simple pasado escolástico en la historia del arte. Sin embargo, pensadores posteriores encontrarán elementos suficientes para justificar una relación intrínseca entre arte y religión, a través de una política estética que asegura las máscaras divinas que aún orbitan en el sistema de egos que fecunda el arte moderno. La genialidad en la creación del mundo será el último bastión de un conflicto milenario. Así, arte y religión –tal como lo señala Markus Gabriel– entran en conflicto por la lucha del absoluto, pues, “no es […] azaroso que el monoteísmo afirme que Dios está en conflicto absoluto con la presencia del arte. Las obras de arte son absolutos que desafían a Dios en la pretensión de ser el único absoluto” (Gabriel, 2019, p.85).
El filósofo Philippe Lacoue-Labarthe, en su libro Música Ficta, dedica una amplia y estimulante reflexión sobre la ‘invención artística’ moderna. Es un libro, principalmente, sobre el ‘efecto’ estético y político de la ópera de Wagner; es decir, sobre los procedimientos configurativos que el autor de Parsifal implementó, no sin resistencias, a través del arte de la música, para amplificar elementos estéticos envolventes en los públicos de su época. Efectos envolventes –tal como lo señala Lacoue-Labarthe– que perduran hoy en día:
Actualmente, cuesta hacerse una idea del impacto que provocó Wagner, para que se lo adulara o se lo injuriara. Fue un acontecimiento en toda Europa y si bien el wagnerismo –una especie de fenómeno de masas en la burguesía culta– se extendió con ese vigor y esa rapidez, no se debió únicamente al talento de propagandista del Maestro o a la devoción de algunos fanáticos, sino también a la repentina aparición de aquello que el siglo desesperadamente buscaba producir desde los comienzos del Romanticismo –una obra del ‘gran arte’ que tuviera la magnitud que se le imputaba a las obras de arte griego, incluso aquella del gran arte cristiano–; en fin, se había producido y se había recuperado el secreto de lo que Hegel había llamado la ‘la religión del Arte’. De hecho, se establecía como una nueva religión. (Lacoue-Labarthe, 2022a, p. 27).
El efecto del wagnerismo se asomaba, entonces, mediante la forma de la religión; así, el arte de la ópera se conjugaba con la creación de formas simbólicas envolventes, donde no sólo operan la música y el teatro, sino, también, la mitología, que es recreada como potencia constructiva y proyectiva de lo común. Este mecanismo estético decantó en una política estética bastante definida, pues, la ópera wagneriana es el antecedente de todo mecanismo de ‘estetización de la política’, y, por ende, de toda articulación protofascista. Así, la nueva forma de la religión no dejó de repercutir en las masas enardecidas que se enfrentaban a la vorágine de la modernidad en pleno siglo XIX, siguiendo el mito constitutivo de un modo de ser sensible colectivo. Sin embargo, no todo es producto de la genialidad de un maestro de música. Hay que saber leer la época y sus formas traumáticas.
El éxito operativo de lo sensible de la ópera wagneriana posee dos motivos cruciales: primero, la música, propiamente tal, utilizada como escenografía sonora envolvente, es la única arte que no posee modelo nativo originario, es decir, no existen registros antiguos de “formas primitivas sonoras”, más que vestigios de instrumentos musicales provenientes de investigaciones arqueológicas particulares, o formas de inscripción ancestrales que denotaban ciertas modalidades rítmicas. Por tanto, la no-ancestralidad de la fuerza sonora es reconvertida en un mecanismo de “configuración” sensible, precisamente en el lugar de las artes donde las figuraciones son, por decirlo de alguna manera, flotantes. Esto permitió generar una efectividad a un nivel sensible sin precedentes para la reunión de los cuerpos divagantes tras la secularización espiritual de la Europa decimonónica, a la vez que se inauguraba, mediante la matemática del sonido, la forma musical moderna –organizando los sentidos, especialmente la “escucha”. Lo segundo –y, seguramente, el elemento de mayor relevancia para nuestros propósitos–, se refiere a la amplificación musical; la fuerza de la música es sintetizada y amplificada mediante nuevas técnicas escenográficas que buscaban diseminar la experiencia sonora de la ópera implementando diversos elementos complementarios visuales y arquitectónicos, con juegos de luces y sombras, técnicas de la presencia que atrajeran a las masas con la capacidad de reunir cuerpos siguiendo la virtualización de una trama, de una historia, multidimensional. “La verdad es que acababa de nacer, a través de la música (por medio de la técnica), el primer arte de masas” (Lacoue-Labarthe, 2022ª, p.28).
Para Lacoue-Labarthe, esta invención artística, una innovación multimedial en las artes de la presencia y el mundo de la música, conlleva una discusión inevitablemente estético-política. En otro lugar, Lacoue-Labarthe denominó a esta problemática como una ficción de lo político, debido a que “sus categorías, prácticamente todas procedentes del platonismo, tienen como principio el presupuesto dominante en toda esta tradición, la de que lo político (la ‘religión’) es la verdad del arte” (Lacoue-Labarthe, 2022b, p.93). Los vínculos entre arte y política, en tanto, son de un carácter profundamente mimetológico, esto quiere decir que aquellos vínculos arcaicos operan en una dimensión sensible ficcionando esquemas constitutivos para la re-unificación de cuerpos alicaídos, cuerpos hundidos. Por tanto, Wagner es presentado como la figura de un Salvador, un pastor musical. Un operador sensible. Aquello implica no sólo el gesto de su creación, sino, a la vez, el gesto que lo inmortaliza, que lo ‘salva’; una operación mediante la cual Wagner se convierte en Wagner, es decir, la musicolatría fundada en Wagner y que podemos apreciar actualmente en las estrellas pop, como efecto de salvación e inmortalidad.
Como es evidente, los rasgos distintivos que gradualmente configuran esta imagen de Wagner deben tomarse del propio Wagner de una u otra forma, así que somos testigos de un proceso que conduce a una construcción de Wagner. Además, dado que Wagner es un nombre esencial en el ámbito de la ideología, siempre tenemos que ser conscientes de lo que acontece bajo el nombre de Wagner; es decir, conocer cómo se ha constituido el nombre “Wagner”. (Badiou, 2013, p.10)
Más que interesarnos el nombre ‘Wagner’, su firma y su proyecto, habría que darle vuelta a dos asuntos: el primero, aquel relativo a las separaciones entre obra y autor –un tema que, a pesar de estar saturado de reflexiones, vale la pena tratar escuetamente, ya que, a partir de esa reflexión, establecida a propósito de la obra heideggeriana, surge la posibilidad de comprender una filosofía (o, una obra) y sus efectos posteriores (o bien, una justa necesidad reflexiva tras las publicaciones de los Cuadernos Negros de Heidegger, por ejemplo) (Heidegger, 2015; 2017; 2019)–;4 y, segundo, aquella que suprime, en todo instante, la capacidad de hacer obra como gesto de salvación –como un gesto religioso, profético–, principalmente por una separación de alcances metafísicos entre la creación y la salvación como elementos constitutivos de las prácticas humanas en general.
La crítica que Alain Badiou realiza a Lacoue-Labarthe a propósito de la lectura ad hominen que, según Badiou, el autor de las Tipografías realiza sobre Wagner, instala derechamente las problemáticas entre el autor y su obra. Es la misma problemática que ronda en La ficción de lo político, a propósito de Heidegger, a saber: ¿cómo separar la intervención histórico-filosófica del pensamiento de Heidegger de sus afinidades, adopciones e inclinaciones nazis y antisemitas? En este último libro, la conclusión de Lacoue-Labarthe respecto de las disgregaciones en torno a la obra filosófica de Heidegger, se organizó a partir de los siguientes cuestionamientos: “¿qué tiene que ver la adhesión del 33, la pobreza de sus explicaciones y la ausencia de arrepentimiento, el silencio sobre el Exterminio (y la responsabilidad de Alemania o de Europa), con la filosofía –con el pensamiento de Heidegger? […] ¿eran la ontología fundamental y la analítica del Dasein susceptibles de una posible adhesión al fascismo? ¿Y de qué fascismo? […] ¿por qué el Dasein histórico se determina como pueblo? […] ¿Por qué Heidegger se adhirió a una idea de revolución nacional y por qué nunca renegó de esta adhesión?” (Lacoue-Labarthe, 2022b, p.122-126-132). Quizás, el único momento en que Heidegger traicionó las propias expectativas de su ‘obra’ –de su pensamiento– fue cuando tranzó las posibilidades de su pensar mediante cierta materialización y cálculo de su pensamiento como obra salvadora –es decir, transó con el pensamiento calculador la ‘serenidad’ de su pensar no-heroico. Este fue un cálculo con la Historia; calcular si su obra merecía agregarse a un momento histórico determinado, y, por lo tanto, justificar sus decisiones morales a partir del arrastre histórico que conllevó el nazismo, era determinar, al mismo tiempo, el carácter heroico del Dasein para ofrecer el sentido último (la verdad, la religión, su propio arte) al pueblo ‘alemán’. La verdad; un silencio profundo e imperdonable que se mantuvo fiel a su pensar, y no, en cambio, a la «tarea del pensamiento». Esta misma percepción nos permite comprender la lectura que Lacoue-Labarthe realiza sobre Wagner, y que Badiou, al parecer, no logra percibir, terminando por condenar los alcances filosóficos que aparecen en Música ficta. A través de Wagner se devela la verdad (la religión) de un arte como elemento puramente político para su época, pero que sin él no hubiésemos podido advertir las profundidades y dimensiones (políticas) del arte moderno. Pero no sólo eso, también deja sobre la mesa posteológica, la posición cósmica de la obra de arte, del artista y sus cuidadores, como figuras, precisamente, que tendrían que hacerse cargo de estas huellas o heridas del pensamiento.
Ahora bien, de esta discusión en torno a la obra de Wagner –vía escarmiento heideggeriano– quisiéramos continuar profundizando, pero implica mayores detenciones que no podemos realizar aquí. Es demasiada altura la que tendríamos que alcanzar para proseguir con dicho debate. Mejor aún, nuestro interés se concentra en indagar los vínculos entre Arte y religión –lazos que para Lacoue-Labarthe se reflejarían, de manera extensiva, en los vínculos entre Arte y política que se desprenden de su lectura y apreciación tanto de la obra de Wagner como de la obra de Heidegger– siguiendo la senda de un vestigio profético en el tratamiento del arte moderno. Quien desarrolla esta relación arcaica más detenidamente, sin embargo, es Giorgio Agamben, a través de la figura del ‘profeta’. En su libro Desnudez, de entrada, el autor se aboca en iluminar con un gesto arqueológico y posteológico la crucial relación entre creadores y críticos –entre ángeles y profetas. Los gestos que buscan re-instalar figuras proféticas alrededor del globo, son percibidos, en la actualidad, como demostraciones de locura, o bien, de delirios místicos que se enfrentan al poderío universal de la razón y el cristianismo (particularmente el catolicismo) como el administrador de los ejercicios espirituales de Occidente. Habría que dejar de lado las estetizaciones más singulares, tales como el fanatismo y la idolatría, fenómenos no ajenos al fascismo o el nazismo. “Se mantiene, sin embargo, que, al menos en líneas generales, hoy nadie podría reivindicar para sí inmediatamente la posición del profeta” (Agamben, 2023, p.6). Creo que, no obstante, esta figura, en el sistema del arte contemporáneo,5 logra reconfigurarse hipócritamente siguiendo patrones de circulación que la instala como elemento sobrevalorado para los indicadores del mercado del arte. Mientras los deseos y placeres humanos tiendan a caer en el olvido, para que lo efímero y lo relampagueante no se diluya entre la cultura profana, la figura de la profecía renacerá en la forma del arte, sin inconvenientes. En el arte, dicho sea de paso, la figura de la locura es plena y urgentemente acogida, antes de que se diluya la genialidad que esconde viajar hacia los recovecos oscuros de la razón humana.
Así lo deja manifestado Peter Sloterdijk cuando analiza la obra de Kierkegaard: Sobre la diferencia entre un genio y un apóstol. El filósofo alemán desarrolla la siguiente reflexión:
Cuando a mitad de siglo XIX Kierkegaard se interesó por definir de nuevo la diferencia entre genio y apóstol, se las tuvo que ver con una sociedad burguesa que había recorrido ya la mayor parte del camino desde una cultura del apostolado a una cultura de la genialidad. Por eso no es de extrañar que al sutil ‘escritor religioso’ –así se llama Kierkegaard a sí mismo– le caiga en las manos como una fruta madura la diferencia entre el apóstol, que habla en virtud de un encargo absoluto, y el genio, que da pruebas de su propio talento artístico. Los apóstoles solo pueden ser mensajeros de Dios, y los genios son médiums de sí mismo; si los apóstoles son empujados por un mandato antonomástico y sirven a una seria finalidad, el genio celebra su productividad por la productividad en sí misma, vive gozando de su ‘naturaleza’ y de la satisfacción humorística que le produce su propio talento; al apóstol le supera su dios en cualquier aspecto, y al genio le supera, en todo caso, su propia creatividad, que hoy no sabe todavía con qué les sorprenderá tanto a sí mismo como a sus coetáneos mañana. (Sloterdijk, 2020b, p.211)
Esta diferencia espiritual marcará, precisamente, los desencuentros entre arte y religión, al modo de una personificación disociada de los individuos devenida entre procesos creativos y procesos anímicos. El ánimo y el entusiasmo se desviarán entre dos carriles de acción e interpretación, donde las batallas por establecer las coordenadas de re-orientación y salvación (es decir, la lucha por el sentido) se desatará sin mayores reservas: el arte, velará por demostrar que la creación es plenamente humana, y que, por lo tanto, la salvación se construye; mientras que la religión, vía predestinación, nos dirá que la creación excede la manufactura humana, y que, por ende, la salvación se encuentra asegurada en la fe. La noción de Obra adquirirá, por lo mismo, una nueva connotación: la obra de Dios excede la obra humana. Por eso el arte debe batallar con la religión para adjudicarse la autoría sobre los que diseñan la obra humana.
La arqueología espiritual sobre los profetas propuesta por Agamben –desplegada a partir de las fuentes bibliográficas monoteístas globales e históricas del judaísmo, el cristianismo y el islam– nos permite comprender la relación que la modernidad artística mantiene con estas fuentes simbólicas y espirituales –especialmente, con las figuras de la creación y la curadoría– dejando de lado la línea soteriológica –cristológica– que la teología propone respecto de la salvación.6 La figura del profeta en cada experiencia monoteísta es distinta, y sus diferencias culturales son cruciales para la posteridad estética de sus prácticas artísticas y el sentido de obra que conciben. Tanto en el judaísmo como en el cristianismo la figura del profeta fue, inicialmente, importante, pero con el tiempo se diluyó fuertemente debido a la superposición de las escrituras y hermenéuticas como medios de comprensión de las sagradas escrituras y la Torá. Es decir, la exégesis es heredada como señal del profeta en algunos hombres de fe que desencadenan sus preocupaciones y erotizaciones en las sagradas escrituras. En el islam, en cambio, si bien la figura del profeta es esencial, de igual manera existe una temprana descompresión de ella en el sello de la profecía de Muhammad, pues, Él “es el sello de la profecía, no habrá más profetas ni nuevas revelaciones después de Él […] Así el profeta es la representación de Dios sobre la tierra, es lugar donde se une lo divino con lo terrestre” (Sánchez & Calderón, 2005, p.123). En el Corán existiría una manera diversa de clausurar las posibilidades existenciales de nuevos profetas, aunque la profecía es consustancial en la comprensión y expansión del islam reconfigurando las representaciones de la creación, la misericordia y la salvación.7
El nabí, por tanto, encarna las acciones divinas de la creación y la salvación. El profeta se convierte en la imagen que los seres humanos tienen para dirigir sus acciones y obras. El profeta representa e interpreta no sólo los textos sagrados, sino que, a su vez, en la acción humana transporta las enseñanzas divinas: “Quien actúa y produce también debe salvar y redimir su creación. No basta con hacer, es necesario saber salvar lo que se hace. Más aún, la tarea de la salvación precede a la de la creación, como si la única legitimación para hacer y producir fuese la capacidad redimir lo que se ha hecho y producido” (Agamben, 2023, p.9). Las prácticas artísticas, nos preguntamos, ¿se encuentran modeladas y diseñadas por la huella del profeta?
En las prácticas humanas modernas han sido la filosofía y la crítica –tal como lo señala Agamben– las que han heredado la obra profética de la salvación, y la creación, representada por la técnica y el arte son las obras angelicales de la producción de la humanidad. La modernidad, sin embargo, afectó las prácticas humanas escindiendo el vínculo sagrado y unívoco entre creación y salvación; tras la secularización de los vínculos estéticos que proporcionaban las significaciones mitológicas, rituales y sagradas, el éxodo contrapuesto entre ángeles y profetas inicia su travesía de desamparo sensible. De alguna manera, Hölderlin lanzaba el último grito desahuciado de esta separación, tras resignarse a la normalidad de sus tormentos en busca de lo vivo de la poesía, diciendo: “existe desde luego un hospital al que puede retirarse con honor cualquier poeta malogrado como yo: la filosofía” (Hölderlin, 1990, p.388 [167]). No obstante, ese centro hospitalario ha cerrado, y hoy se encuentra imbuido en fortalecer su autoconservación temporal privilegiada, como vera religio. El acto profético, en tanto, queda en manos de la curaduría crítica, es decir, a cargo de aquellos gestos de redención y salvación que la misma potencia exige en su composición creativa. La obra de salvación no es más que una obra que carece de una potencia creadora, ensimismándose hasta salvarse a sí misma. La obra de la creación, en tanto, queda desamparada hasta el infinito, condenada al olvido y la desaparición, hasta que encuentre una escena, o bien, un nuevo cielo metafísico que la cobije, que la recuerde.
La crítica renueva las potencias de la sacralidad, y no las potencias de la creación. “¿Qué significa ‘salvar’?” –se pregunta Agamben. Como nueva sacralidad, el gesto de salvación repite el acto de la creación en la forma de la perduración. Esto quiere decir que “salvar” es crear el modo de perduración de las obras humanas, es obra de salvación. La salvación vuelve inoperante las acciones humanas destinadas a convertirse en material orgánico de la moral y la cultura. El sistema del arte contemporáneo se organiza sobre este mecanismo de salvación y perduración de las obras humanas que emergen y fallecen en el anonimato de las imaginaciones y deseos de los individuos. La matriz que diagrama el campo de fuerzas estético del sistema del arte contemporáneo es una tensión permanente, un campo de estrés entre salvación y creación; la creación hace proliferar mundos y objetos destinados a perderse en el olvido de escenas culturales intrascendentales, aunque el ángel se resiste, en muchas ocasiones, al abrigo del profeta; al mismo tiempo, la crítica va creando escenas, coberturas ocasionales, pequeñas o a gran escala (es decir, desde pequeñas muestras itinerantes a bienales tradicionales), ofreciendo la redención mediante una belleza articulada y ajustada.
Puesto que no hay nada, en la creación, que en última instancia no esté destinado a perderse. No sólo la parte de aquello que a cada instante se pierde y se olvida excede ampliamente la piedad de la memoria y el archivo de la redención: el cotidiano derroche de pequeños gestos, de sensaciones ínfimas, de lo que atraviesa la mente en un relámpago, de palabra trilladas, desperdiciadas; sino que también las obras de arte y del ingenio, fruto de un largo y paciente trabajo, tarde o temprano están condenadas a desaparecer […] ¿Qué es, entonces, aquí, lo propiamente salvado? No es la criatura, puesta que se pierde, no puede más que perderse. No es la potencia, puesta no tiene otra consistencia que el des-crearse de la obra. Más bien, estas entran ahora en un umbral en el cual ya no pueden ser distinguidas en modo alguno. Esto significa que la figura última de la acción humana y divina es algo en lo que creación y salvación coinciden en lo insalvable. (Agamben, 2023, p.15)
Esta coincidencia es, para el sistema del arte contemporáneo, lo que hay que evitar. Lo insalvable no tendría que ser un efecto de la coincidencia de la inoperatividad tanto de la salvación como de la creación (donde, finalmente, los quehaceres humanos y sus potencias pensativas terminarían condensados en un archivo político profano e improductivo). Lo insalvable tendría que ser obra profética de la crítica redentora; es decir, producción de inoperancia, redención eterna –historia del arte, arte crítico. Obra inacabada como obra-por-hacer. Los ángeles, así, se vuelven eremitas: radicalistas de lo profano.
Este punto radical es similar al expuesto por Boris Groys cuando reflexiona en torno a los mecanismos de innovación en la cultura y la filosofía, siguiendo la conformación histórica del cristianismo. Habría una memoria y una huella en el corazón del cristianismo fundando sobre un archivo eremita, que funciona como paleopolítica de las transformaciones culturales en occidente. Este elemento medular que conforma al cristianismo es el que utiliza la cultura y el arte occidental para instalar sus procesos de innovación y transformación cultural. La historia del cristianismo es, principalmente, la historia de una exclusión de determinadas prácticas ascéticas gnósticas, que en un principio fueron completamente soslayadas, pero que, posteriormente, como purificación de las prácticas religiosas, sus objetos y rituales fueron renovados por nuevas plegarias, cantos y rituales. El estilo de vida eremita fue revalorizado en el contexto de renovación del cristianismo; su búsqueda incansable de Dios fue apreciado como un elemento espiritual fundamental en las renovaciones inmateriales para la fe cristiana. Este mecanismo de innovación modeló las maneras de articular y re-articular lo nuevo a partir de la lógica de sacralización y profanación de los valores espirituales y culturales en occidente.
De modo subrepticio, el acto que subyace a los intercambios heredados del cristianismo entre lo profano y lo sagrado, lo profético y lo angelical, es el sacrificio. ¿Es el artista moderno un sujeto que se sacrifica? El sacrificio posee el efecto simbólico de renunciar a una vida o una plataforma material heredada que permite el desarrollo de una actividad particular. Según la reflexión ofrecida por Groys el artista contemporáneo implementa la ruptura con la tradición como mecanismo innovador, esto supone, por lo tanto, que la mayoría de las prácticas artísticas modernas innovan no a través de la creación, sino, mediante la práctica y uso de la articulación entre lo profano y lo sagrado.
El artista moderno, como el santo de tiempos antiguos, no tiene poder alguno, no tiene talentos específicos, no tiene ninguna posición social específica. El mecanismo de la innovación le concede la posibilidad de obtener un valor cultural sin cualquier ‘valor previo’, esto es, sin necesidad de ser, antes, ‘alguien’. En eso se diferencia el artista de un erudito o de un manager, que deben probar su capacidad en el contexto de un sistema predeterminado. En ese sentido, el artista moderno es ‘un cualquiera’, y precisamente por eso su destino tiene carácter paradigmático […] También el asceta cristiano puede ser interpretado como conquistador de nuevos territorios: en ese caso, su sacrificio de la tradición se muestra como una conquista, para la tradición del espacio profano. La huida al desierto se convierte en conquista del desierto. Y así, también el arte moderno puede interpretarse no sólo como el que lleva a cabo sacrificios, sino también como el que conquista nuevos ámbitos de la vida profana. (Groys, 2005, p.174)
De esta manera, podemos apreciar que el artista moderno utiliza el sacrificio como traslación de las economías culturales al transvalorar los aspectos de la vida profana hacia el lugar sagrado del arte. El arte de vanguardia utilizó esta dinámica cultural para desarrollar su política estética. El efecto sagrado del sacrificio artístico, no obstante, queda neutralizado por la falta de una radicalidad profana; es decir, una renuncia a no “estetizar” los ámbitos de la vida profana y cotidiana es prácticamente imposible para el arte crítico. Esta radicalidad generalmente se asocia como el lugar donde habitan las desigualdades sociales y los bajos placeres: el lugar de los sufrimientos. El artista crítico siente un impulso por visibilizar, o bien, exponer, los dramas sociales y las diatribas económico-políticas. Sin embargo, no puede alcanzar dichos objetivos sin antes renunciar (sacrificar) el propio lugar de la clase social que pretende visibilizar; los mecanismos para visibilizar, mediante la alteración del archivo cultural tradicional, aunque también a través de la distorsión de una memoria oficial, se adquieren nutriéndose del archivo cultural dominante. Por tanto, el arte crítico se vuelve un agente más de la clase dominante, debido a su lógica estético-extractivista que busca sobreexponer la cultura popular y la vida profana, y, al mismo tiempo, producto del sacrificio teórico que supone abandonar la medida sociológica de las clases diferenciadas y exponer cínicamente las miserias de la pobreza y el abandono estatal. Si el arte crítico no comprender de una vez que los intercambios agenciales entre cultura valorizada y cultura desvalorizada, o, mejor dicho, entre una autonomía cultural y una cultura diseñada por los intereses de una clase dominante, no son el reflejo directo de un modo de existencia determinado, sino que, al contrario, esas reservas culturales se modifican según la potencia no calculable de cada existencia, entonces el arte crítico pierde su capacidad de alteración que pretende radicalizar en su afán profanador. El arte crítico de la salvación debe asumir su lugar profano, su materialidad cultural que no la excluye de las propias transvaloraciones culturales y que la posiciona en una economía intelectual precisa.
Como vemos, tanto el arte como la cultura, son espacios materiales y sistemáticos herederos directos de los lugares profanos que el cristianismo fomentó para fecundar espacios diferenciales de valorización y sacralización; objetos, gestos, cuerpos, almas, paisajes, templos, mares, entraron y salieron como elementos sagrados que anteriormente habían sido considerado profanos. Esta lógica de intercambio cultural permitió a los santos y apóstoles diagramar palabras, mundos y pensamientos que certificaban lo sagrado de algunos aspectos humanos, ofreciendo al resto de almas impuras su posibilidad de salvarse ante el inevitable hecho de ser eternamente olvidadas. Para eso, los lugares sagrados (los antiguos desiertos) se comprendieron como centros de actividades ascéticas, donde la ejercitación espiritual y ociosa (es decir, donde el ser se ocupa-de-sí) permitía una transformación del alma y, a la vez, un cambio en la percepción del mundo (metanoia). De modo que lo que llamó profundamente la atención a los primitivos diseñadores protocristianos del destierro no oficial fue una inquietud estética mayor: el eremita gnóstico, mediante una ascesis profunda de la mundanal desocupación, y siguiendo los libros no oficiales del evangelio, lograba transformar su alma y su mundo sin demasiadas iluminaciones divinas. Este será el gran sueño del arte y la filosofía moderna: tras abandonar las oscuridades del saber y el conocimiento, la capacidad de dominar la naturaleza humana desde todos sus flancos se convertirá en una empresa monstruosa e inconmensurable para la propia especie, donde la metanoia se volverá el gran objetivo de las ciencias y las artes de las humanidades.
Referencias bibliográficas
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“Es verdad que el con [es decir, la placenta] posee rasgos de un órgano físico, pero no es precisamente un objeto corporal real para ti –porque tú mismo eres un ser sin órganos todavía–, y si lo es, sólo uno que fue conformado únicamente para acompañarte, un órgano-ángel y un agente secreto por encargo de aquella querida señora que tú habitas porque te ha invitado a venir” (2003, p.326).
“Una imagen falta en el origen. Ninguno de nosotros pudo asistir a la escena sexual de la que es el resultado. El niño que proviene de ella la imagina interminablemente. Es lo que los psicoanalistas llaman Urszene” (2014, p.7,).
“La noche uterina es dentro de cada uno de nosotros lo que el negro intersideral prolonga en el fondo del cielo […] El útero es la esclusa invisible entre los muertos y los renacientes. La esclusa entre la noche subterránea y la noche sublunar. A un tiempo la cueva (la vagina) y el conducto que facilita la entrada y permite la salida (la vulva). La negrura late en el corazón del mundo […] El color negro es la noche que precedió no solo a la vida (en el mundo interno) sino también a la Tierra (en el espacio)”. (Quignard, 2018, p.57-59)
4 Sobre este punto es ineludible, también, el reciente libro publicado por Peter Trawny, director y fundador del Instituto Martin Heidegger: Heidegger y el mito de la conspiración mundial de los judíos, Herder, Barcelona, 2015; donde dedica un capítulo al vínculo reflexivo entre ‘Obra y Vida’ de Martin Heidegger.
5 Habría un traslado histórico desde un ‘mundo del arte’ (Arthur C. Danto) hacia un ‘sistema del arte’, cuya característica la encontramos en los elementos postmetafísicos y sistemáticos que sostienen las prácticas artísticas contemporáneas: “La industria del arte es un sistema de celos. En él, el deseo de obras acaba señalando objetos de deseos. Si una obra ha atraído el deseo, aparecen a su lado las rivales queriendo apropiarse del anhelo de que la primera es objeto. En todos los objetos brilla el anhelo del anhelo de los otros. El mercado los hace sensuales, el hambre de deseo los hace bellos, la compulsión a llamar la atención hace que resulten interesantes. Este sistema funcionará tanto tiempo cuando la idea del momento de plenitud siga siendo tabú. Aunque las obras apelen al deseo, tienen vetada la entrega a quien las adquiere. Su valor radica en el hecho de que no aceptan sus propietarios y esperan otras ofertas”. (Sloterdijk, 2020a, p.337)
Uno de los teólogos más relevantes del siglo XX, Karl Barth, dedicó varios capítulos en su libro Esbozo de dogmática (), a pensar la salvación como la única misión de profética de Jesús. A respecto señalaba lo siguiente: “El nombre propio ‘Jesús’ significa literalmente ¡Yahvé ayuda! […] El nombre ‘Jesús’ (“¡Dios ayuda!”, “¡Salvador!”) era conocido; muchos lo llevaban, y uno de entre todos ellos fue, porque así lo quiso y dispuso Dios, el Único en quien llegó a cumplimiento la promesa divina. Y dicho cumplimiento significa a la vez cumplimiento de lo entregado a Israel y cumplimiento y relevación de lo que este pueblo está destinado a ser para la historia del mundo entero, de todas las naciones y hasta de toda la humanidad”. (Sal Terrae, 2000, p.87) Con esto, no sólo se devela lo contradictoria idea teológica de salvación pensada para el habitante del siglo XXI, sino también, la necesidad estética del arte de ser rescatada por elementos metafísicos que remuevan economías culturales y sistemas sociales tradicionales.
Corán, azora 21 «Al -Anbiya»: Los profetas, 4, (edición de Dr. Bahiye Mulla Huech, Barcelona, 2013, p. 556).